¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo todo el mundo! ¡Se sienten, coño! Seguro que os sonarán estas frasecitas. Corría el año 1981 y era un 23 de febrero. Es decir, que hace ahora cuarenta años de aquello. Las frasecitas se pronunciaron durante el Golpe de Estado del 23 de febrero (23F), uno de los episodios más oscuros de nuestra política que a puntito estuvo de acabar con la democracia e implantar en España un régimen militar. Aunque se ha hablado mucho de ello, como ninguno habíais nacido, y ni siquiera estabais en el pedido de Amazon, os lo vamos a contar como de nuevas, ¿vale?

Hace cuarenta años, nuestra democracia era todavía muy jovencita. Solo hacía tres años de la proclamación de nuestra Constitución, en 1978, y prácticamente acabábamos de salir del régimen anterior: la dictadura de Franco.

¿Qué pasaba? Que el cambio de un régimen dictatorial a uno democrático fue muy complicado. Que todavía había gente que no acababa de verlo claro. Y no se fiaban de que ahora hubiera distintos partidos políticos o de que se pudieran expresar libremente opiniones.

Además, la situación política en el país no era fácil: el Gobierno estaba que daba penita, el resto de los partidos estaban siempre peleados (bueno, eso como ahora), el terrorismo de ETA daba más miedo que nunca y la economía del país tampoco es que estuviera muy allá.

El malestar era evidente sobre todo en algunos sectores del Ejército, que no estaban nada contentos con la nueva situación.

Y decidieron dar el Golpe.

Aquel 23 de febrero de 1981 estaban todos nuestros políticos reunidos en el Congreso, votando para elegir un nuevo presidente, ya que el que había, Adolfo Suárez, acababa de dimitir. Y de repente, aparece un tío con bigote vestido de Guardia Civil, se planta en la tribuna del Congreso y dice eso de ¡quieto todo el mundo!, con una pistola en la mano. Era el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero.

¿Qué quería el del bigote? ¿Que le eligieran a él presidente? No, a él no. Pero quería que fuera un militar o a quien los golpistas llamaban… “la autoridad militar competente” o algo así, el que se hiciera cargo del país. Es decir, implantar un nuevo poder militar por la fuerza y… acabar con nuestra joven democracia.

La jugada iba saliendo perfecta: el Gobierno y los diputados estaban secuestrados en el Congreso por el tío de bigote y sus secuaces, y si alguno se ponía chulito estos tíos eran muy capaces de pegarle un tiro. Todos los que veíamos las imágenes, porque la tele seguía grabando desde dentro del Congreso, recordamos cómo todos los diputados se metieron debajo de sus asientos. Todos menos tres: el hasta entonces presidente, Adolfo Suarez, el vicepresidente, Manuel Gutiérrez Mellado y el diputado de Partido Comunista, Santiago Carrillo. Su gesto heroico se recuerda hoy como símbolo de resistencia al Golpe.

Pero los golpistas no las tenían todavía todas consigo: había que lograr la unanimidad entre los militares, porque no todos estaban a favor. Los había a favor, los había en contra, y los había que estaban expectantes, a ver qué pasaba.
Y faltaba, sobre todo, el pronunciamiento de una figura que, si después ha sido muy criticada, en aquel momento resultaba decisiva: el Rey Juan Carlos. Sí, el que hoy conocemos como Rey emérito y anda por ahí medio escondido o medio de vacaciones, no se sabe.

Y el Rey dijo que tururú. Les ordenó a los militares que se retirasen a sus cuarteles. Los que estaban expectantes se echaron atrás y los que estaban a la cabeza de la sublevación, que seguramente esperaban que al final el Rey les apoyara, se tuvieron que bajar del burro, o del tanque, agachar las orejas y volverse a su casita.

¿Qué cosas buenas tuvo el 23F para España? Lo primero, que no hubo sangre. Que todo se solucionó con la rendición de los cabecillas, que luego, eso sí, han sido juzgados y castigados. Y, tal vez lo más importante: que nuestra democracia salió fortalecida. Y que hoy podemos hacer guasas con aquello de… ¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo todo el mundo! ¡Se sienten, coño!

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